Dejando la desesperanza abstracta por un lado (abstracta porque no le puedo poner otro nombre, mi dialecto no lo permite y sinceramente mi corazón o alma de poeta no encuentra otra cosa), procedo a hablar de la devoción religiosa y afectiva que concierne, al menos, la mitad de mis semanas.
Religiosidad que me envuelve y me asfixia, tanto por incomprensión, cariño, familiaridad o angustia. Me di cuenta que vivo rodeada de culpas y angustias. ¿Lo peor? No sé cuando se fusionaron conmigo; solo las acepté y seguí. Son como piedritas que se suman a una bolsa, pero en un momento la bolsa se llena y, ¿Qué hace una con tantas piedritas? ¿Las digiere? ¿Las deja? ¡Pero si ya son parte de mí! No me puedo deshacer de mí.
Cuando tenía menos edad creía que la religión iba a aparecer, como en la mayoría de las personas que conocía a corta edad, en un edificio o que mi corazón iba a dar treinta vueltas y de golpe sentir una brisa fantasmal que me iba a susurrar los secretos del mundo, o al menos de mí mundo. Lo cierto era que yo me quedaba sentada, viendo madera tallada y decorada sin entender por qué estaba ahí o por qué a todos les pasaba algo, menos a mí.
Resentimiento o no, crecí con cierto recelo al amor de cierta gente hacia ciertas figuras religiosas. Amor que yo no tenía, o no encontraba, o no quería admitir. Si amo a Dios, no me siento bienvenida. Si lo odio, me siento culpable. ¿Y ahora qué? Yo no puedo amar a un Dios egoísta, porque para mí eso era (si sigue siendo o no, es una conversación que no voy a abordar en estos momentos. Perdón… o no).
En algún momento del tiempo presente , y como algo inesperado, múltiples dioses, deidades, diosas (no menos importante mencionar esto) y criaturas tocaron la puerta de alguna parte de mi ser (no sabría cual decirte, perdón, no sé que tan bien me conozco) y entendí. Ah -pensé- ahora entiendo. Lo cierto es que nunca voy a entender nada ni cómo el mundo funciona. Es demasiado para mí y yo solo quiero remitir a lo que mi cerebro pueda llegar a comprender.
El resto es fe.
Las palabras siguieron brotando y pasaron de oraciones a párrafos, de párrafos a cuentos y después a novelas. Miles de versículos y de biblias dedicadas a la fe que había perdido años atrás. Qué lindo encontrarse con la inocencia perdida de la infancia. Qué harta estoy de repetir frases.
Encontrarse con la religiosidad es entender el ser un cordero en un mundo de hombres con hambre. Es tener la vulnerabilidad exacta para decir “solo no puedo” pero a la vez “con vos puedo”. Es conectar tu corazón con lo desconocido, con una parte de la naturaleza que nos excede y que no se puede ver. Si viste a algún dios de primera mano sin morir, qué suerte la tuya.
Es encontrar algo de confort en una cama de espinas. Es sentir que tu abuela te agarra de la mano caminando por un parque mientras los árboles mueven sus hojas verdes en primavera, mientras el Sol brilla y vos gritas “¡mira, abuela” ¡una mariposa!”. Es volver a casa después de un largo viaje. Es el abrazo de una mamá, a un nivel espiritual. Podría escribir páginas y páginas sobre los abrazos de las madres, quizás algún día lo haga.
Es aferrarte a la vida con las uñas. Es ver el fuego arder en la cera. Es miedo. Es incertidumbre. Es cariño. Es piedad. Es plegaria. Es repetir constantemente “por favor” y esperar que alguien esté ahí. Es la ilusión. Es la desesperación y la calma. Es todo junto. Lo es todo y nada.
Y después de todo eso, uno se pone a pensar cómo entra todo eso en un cuerpo tan material y físico. Yo no sé dónde está el alma, pero sé que la tengo porque creo en los dioses y en criaturas que alguna vez acompañaron al resto del imaginario de los hombres. Lo que me une a mi y a una doncella griega del período antes de Cristo es que ambas creemos en lo mismo. El vino y el amor para los dioses, como tiene que ser.
Es (casi) imposible de entender. El otro día estaba mirando a la Luna y pensaba que Platón o Aristóteles o quién sea vio la misma Luna que yo. Vio los mismos movimientos que yo. El puente de toda civilización es la mirada. Yo vi agua, Platón también. ¡Somos humanos!
El soplo de vida de las Musas se va terminando y sigo pensando que la religiosidad no la voy a poder expresar en palabras o en dibujos o en lo que sea. Tampoco creo que lo intente más allá de esto. No sé si la religiosidad tenga que ser expresada al cien por ciento, dejaría un vacío enorme. Y a mi me costó mucho llenar un vacío.
La reconciliación con la religiosidad es lo que nadie habla, o al menos muy pocas personas lo hacen, así que me voy a dar la libertad (como quien no quiere la cosa) de dedicar algunas oraciones a esa cuestión.
Lo que uno siente no se puede llamar arrepentimiento. El camino se hace más fuerte a la vuelta, con una emoción indescriptible de quizás volver a casa y ver todas las cosas conocidas que en algún punto de la vida desconocimos. Así me sentí con Dios, aunque todavía mi relación tiene muchísimas asperezas por limar.
Creo en todos los dioses, eso siempre lo digo, porque no soy nadie para afirmar que un dios no existe. Que ridiculez decir lo contrario. Pero no sé si puedo perdonar la falta de piedad de ver a un hijo colgado en una cruz agonizando y no hacer nada. Cristo creció muriendo, María lo engendró enterrándolo y Dios vio todo.
De todo corazón, volver a pensar en ciertas figuras religiosas a veces es un duelo mayor del que uno se creía capaz. Nadie habla de la vergüenza que uno siente. Es como caminar de rodillas pidiendo perdón y esperar lo mejor, esperar que alguien se apiade y te dé una mano para que el camino sea más ameno o, al menos, no te lastimes tanto las rodillas.
Del otro lado no sé que hay. Quizás hay una madre que te espera con los brazos abiertos o un padre enojado porque lo desobedeciste la primera vez, sin que vos supieras que era desobedecer o qué significaba la palabra. Quizás hay un hermano que llora de emoción al volverte a ver, o un amigo, o una abuela. No sé. Pero que cómodo que se siente un abrazo al alma.
Volver porque uno quiere no tiene comparación. Una cosa es creer con los ojos cerrados y las manos atadas frente a una escultura, otra cosa es ver la escultura e intentar comprender y tomar lo que nos deja.
Así me sentí al volver a ver a María casi como una mamá. Sigo enojada, pero no sé por qué. Ella no me hizo nada, fui yo la que la dejó. Y seguramente me extrañó. Yo también. Pero mi orgullo es más grande. Y ella no se enoja. Ella me espera con los brazos abiertos y también entiende que encontré cariño en otra parte. María sabe ver más allá de las simples moralidades y pensamientos mundanos, y estoy segura que muy en el fondo está contenta de que haya encontrado otras figuras que me acompañan en este camino.
Mi altar se llena de velas de deidades antiguas. No me arrepiento. Me siento en casa así. Mi corazón y alma es hogar de dioses e historias eternas. Soy un testigo de las inquietudes de personas que vivieron antes que yo y soy un instrumento que las musas tocan sin parar con un frenesí dionisíaco. O apolíneo. Depende el día.
Fragmento de “No sé qué es esto y no pretendo saberlo”, de Camila R. López, 2024.